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martes, 12 de marzo de 2024

* La recta final de Derek Redmond

Derek Redmond nace el 3 de septiembre de 1965 en Buckinghamshire (Inglaterra).
Desde muy niño descubre que le gusta correr. A la salida del colegio, con cinco años, atraviesa ya las calles de su localidad bajo la atenta mirada de su padre, con el que mantiene una relación muy estrecha y que procede de Trinidad y Tobago, un país que es un semillero de grandes velocistas.
Derek comienza a tener problemas con los estudios, sin embargo empieza a destacar en varios deportes, especialmente en atletismo donde se distingue por su afán competitivo.
Para progresar en su rendimiento se traslada a Birmingham y poco a poco va mejorando como atleta hasta que en 1985 bate el record de Gran Bretaña de 400 metros.
Su salto a la élite internacional se produce con veintiún años durante los Campeonatos de Europa de 1986 celebrados en Stuttgart (Alemania), en donde finaliza en la cuarta posición individual y consigue la medalla de oro en la prueba de relevos 4x400.
Un año más tarde, en los Campeonatos del Mundo de Roma es quinto y obtiene la medalla de plata en el relevo. Se le presenta por delante un excelente futuro.
Ese brillante porvenir comienza a desmoronarse por su suplicio con las continuas lesiones.
Un problema en el tendón de Aquiles le impide preparar adecuadamente su participación en los Juegos Olímpicos de Seúl '88, a pesar de lo cual, acude a la ciudad coreana.
Durante el calentamiento previo al inicio de su serie vuelve a sentir unas molestias que finalmente le impiden tomar la salida, lo que provoca en él una tremenda desilusión.
Esta contrariedad le lleva a pensar con mayor determinación en los siguientes Juegos a disputarse en Barcelona en 1992.
Durante este periodo sigue con su calvario de lesiones, pasando hasta trece veces por el quirófano, la última de ellas cuatro meses antes de la cita olímpica española.
No obstante, en los Mundiales de Tokio de 1991 logra la medalla de oro en el relevo 4x400 venciendo al todopoderoso equipo de Estados Unidos.
Los Juegos de Barcelona '92 son algo mas que una obsesión, son la oportunidad de conquistar por fin el gran triunfo a nivel individual que se le resiste.
En la Ciudad Condal gana las dos primeras series, alcanzando su clasificación para las semifinales con el mejor tiempo de todos los participantes, lo que le afianza como un candidato firme a la medalla de oro.
El 3 de agosto tiene lugar la carrera, los cuatro primeros puestos pasarán a disputar la final. Derek toma la salida por la calle cinco. 
Tras el disparo se llega a la primera curva en la que todo marcha según lo previsto, encontrándose en una buena posición para hacer valer su explosivo final. 
Unos metros más adelante escucha un chasquido, sintiendo un agudo dolor en la parte posterior de su muslo derecho que le paraliza. Se echa al suelo, arrodillado sobre el tartán, encogido, con la cabeza agachada y las manos cubriendo su rostro mientras el resto de corredores encaran la recta final.
Se ha acabado para él la carrera, los Juegos Olímpicos, años y años de duro trabajo, su sueño, todo. 
Decide entonces ponerse en pie, sabe que puede ser su última competición olímpica y quiere terminar, llegar a la meta.
Saltando sobre su pierna izquierda, comienza a avanzar lentamente. Algunos jueces y personal médico acuden en su ayuda e intentan detenerle para ser atendido. Se niega, no quiere retirarse como en Seúl cuatro años atrás. Totalmente roto y soportando un suplicio quiere a toda costa concluir el recorrido.
Su padre, que contempla la escena desde una localidad del estadio, se lanza a bajar las escaleras que conducen a la pista y salta la valla para intentar acercarse a su hijo. Le ha acompañado siempre y en estos duros momentos quiere estar con él. Los agentes de seguridad intentan impedírselo pero consigue llegar a su lado. Le toma del brazo y le dice que pare, que no es necesario que siga pues puede agravar su lesión.
En ese instante se echa sobre el hombro de su progenitor y rompe a llorar absolutamente desconsolado. Es el peor momento de su vida, de nuevo no ha sido derrotado por los rivales sino por su propio cuerpo.
Envuelto en un mar de lágrimas y abrazado a su padre van recorriendo juntos los cien metros finales de la recta de llegada mientras las 65.000 personas que abarrotan las gradas se ponen en pie para aplaudir una imagen que se ha hecho emblemática en la historia de los Juegos Olímpicos.
La representación del espíritu olímpico, la lucha contra el dolor y el sufrimiento, no por la gloria de la victoria sino por cruzar la línea de meta.
Tras finalizar los Juegos se ve obligado a dejar el atletismo por consejo de los médicos.
Posteriormente es contratado por diferentes empresas para dar conferencias de motivación personal por todo el mundo basadas en su experiencia como atleta profesional.
En su casa no conserva recuerdos de su pasado deportivo, ni de triunfos ni de decepciones, como si hubiese querido borrar toda su vida pasada ligada al atletismo.
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La recta final de Derek Redmond